El Museo Sorolla de Madrid siempre será para mí ese ‘pequeño museo con jardín’ que en mi infancia veía desde el cristal del autobús, concretamente la línea 5. Si circulaba en dirección a la Plaza de Castilla, procuraba sentarme en el lado derecho. Cuando el autobús giraba a la izquierda, desde la Castellana, para dirigirse a la calle General Martínez Campos, me ponía en guardia. Hay una parada prácticamente frente al museo, de modo que el autobus aminora la velocidad a su paso. Al llegar a ese punto, miraba pensando: qué escondido está ese jardín, por qué no podré verlo bien desde aquí.
Cuando por fin visité el Museo Sorolla, descubrí emocionada ese tesoro que el pintor tenía escondido entre los muros que se ven desde la calle: su precioso jardín. Sorolla hizo su casa en Madrid conocedor de que el jardín se iba a convertir en su modelo, el lugar frente al cual pintaría en su etapa final. De ahí su esmero en el diseño y en la elección de materiales. Quiso intervenir en todo momento en el día a día de su construcción. De hecho, el Museo Sorollla de Madrid conserva numerosos dibujos que recogen sus ideas sobre los diferentes elementos que configurarían su estructura. De sus viajes a andalucía traería la inspiración y gran parte de esos materiales, incluídas las plantas.
Pretendía encontrar sosiego en sus últimos años y, tal vez por ese motivo, creó un jardín que inspira paz y lo hizo a través del agua y de elementos sencillos. Levantando muros que le proporcionan intimidad y diseñándolo con esa austeridad propia de los jardines árabes, que dejan el lujo para los espacios interiores, y buscan la serenidad en los jardines. Este jardín, de clara inspiración andaluza, sintetiza distintas creaciones de jardines de estilo neoárabe y neosevillano, incorporando piezas renacentistas propias de los jardines italianos. Junto a la vegetación hay dos elementos de contraste: el agua y la cerámica trianera.
Tres jardines patio
El jardín de la casa museo de Joaquín Sorolla en Madrid está dividido en tres jardines patio, que separan los muretes, diferencian las columnas y conectan las escaleras.
Al entrar parece un sólo jardín, pero con solo dar unos pasos hacia la derecha, te asomas al segundo y ves a la izquierda el tercero. No hay ninguna duda. La división está estructurada, desde mi punto de vista, de una manera absolutamente armónica y diáfana. El primer jardín, creado en 1911, se inspira en el Jardín de Troya o del Laberinto de los Reales Alcázares de Sevilla, con elementos como el banco de azulejería trianera.
El segundo jardín, creado entre 1915-1916 recoge el carácter granadino, con gran inspiración en el Jardín de La Ría del Generalife, alternando con elementos renancentistas.
Por último, el tercer jardín, creado entre 1912-1913 y rehecho en 1917, enfrenta dos elementos dispares: una pérgola de origen italiano y una alberca sevillana con figuras alegóricas, situadas detrás de la llamada ‘fuente de las confidencias’. Qué mágica idea ese nombre y su representación. Creo que es una de las cosas que me fascinan de los jardines: descubrir rincones propicios para las confidencias y en éste, ese rincón se inmortaliza.
Al entrar en la vivienda, el patio andaluz, llamado en los inventarios patio cordobés, pone la guinda a este delicioso pastel. Como gran tesoro que es, está protegido por cristales, lo que incrementa aún más la fascinación por ese espectáculo. Desde él se accede a la Sala de dibujos.
Todos los elementos de cerámica trianera del jardín y el patio cordobés (excepto los zócalos de la fuente, que son de cerámica de Talavera) definen su clara inspiración andaluza, creando un contraste cromático y lumínico fascinante. Son una auténtica joya, todo un repertorio de trabajo artesanal llevado a cabo por ceramistas sevillanos y que recoge de manera profusa Belén Luque Mesaque en su trabajo ‘La cerámica trianera en el jardín de Sorolla’
El pasado sábado, después de mi paseo matinal por Madrid, volví a visitar este jardín. Lo hice con la misma emoción de entonces. Con la cámara fotográfica sin batería, tuve que continuar el reportaje utilizando la del móvil. Por si esto no fuera suficiente contratiempo, el jardín de Sorolla estaba lleno de turistas, lo que obligaba a esquivarlos y aguardar pacientemente (en ocasiones no tanto), mientras se turnaban para posar en las fotos. Pero, finalmente, previa sonrisa pedigüeña, solicité que ‘despejaran la sala’ para permitir mi turno de disparos. Toda una aventura que no hizo más que acrecentar mi emoción e interés.