Una vez que te adentras en el ‘Parque Natural de La Sierra Calderona’, encuentras un túnel que, desde lejos sorprende, parece una cueva y, a medida que te aproximas, compruebas que son dos hileras de cipreses que te conducen hacia el silencio: “No se visita el monasterio. Respetad la soledad de la cartuja. Gracias” Ese es el letrero que anuncia que has llegado al monasterio cartujo de Porta-Coeli.
La Cartuja de Porta-Coeli fue fundada en 1272 por Jaime I, a instancias del obispo de Albalat. En el año 1835 se inició la construcción en estilo gótico de la iglesia mayor y el resto de dependencias como los claustros renacentistas. Junto ella, la cantera de piedra calcárea de Jurásico Medio, que fue propiedad de los cartujos. Los materiales extraídos sirvieron para edificar este monasterio. En 1835 pasó a manos privadas hasta que en 1942 fue cedida de nuevo a los cartujos.
Situado en el ‘Vall de Lullén’, en el municipio valenciano de Serra y en plena Sierra de Calderona, es un lugar silencioso, recogido, de los que te envuelven y hacen pensar que estás traspasando las fronteras del tiempo. El canto de algún pájaro te acompaña y las campanas del monasterio cartujo de Porta-Coeli te recuerdan que estas en tierras en las que el silencio conduce a la contemplación, que es el fin del cartujo. De ahí la necesidad de estar rodeados de grandes extensiones de territorio, puesto que son eremitas que viven en comunidad. En ella, los cartujos y sus obreros han cultivado cereales y algarrobos, después cítricos, y ahora frutales y kiwis. Bajo las ventanas de las celdas, se puede observar cómo cada monje tiene un pequeño espacio para cultivar.
De la Sierra Calderona hay mucho que hablar, pero de la Cartuja de Porta-Coeli también, porque parece que sigue conteniendo (citaré textualmente y en cursiva el texto cuyo enlace está al final de esta entrada) Una antigua historia de amor, sacrilegio y muerte que aún estremece a quienes, al acercarse a la cartuja y contemplar su acueducto, reviven la historia de la valerosa mujer enamorada capaz de todo.
El monasterio tiene interés en sí, por su arquitectura ( arcos, tejados, acueducto, contrafuertes, galerías cúpulas, puente y terraplén, veletas ) su entorno natural y su historia, pero, lo que hace doblemente atractivo este lugar es la leyenda que se escribe en torno a él. Y es que la Cartuja de Porta-Coeli está rodeada de calma y silencio…
Pero es un silencio que esconde murmullos: La historia de amor entre la humilde joven y el hijo único de una poderosa familia local había concluido en tragedia cuando conminado por su padre a que abandonara la relación con Ormesinda, Ricardo decidió vestir los hábitos de cartujo abandonando así también sus deberes familiares.
Nadie lo dice, pero todos los saben … Ni los apellidos de Ormesinda y Ricardo ni sus procedencias se pueden citar pero se conocen. En los pueblos cercanos a la cartuja quedan parientes que no desean seguir viéndose mezclados en tan confusa historia.
La voluntad, como la fe, mueve montañas Por las mañanas, cumplidas sus tareas en la casa, Ormesinda se acercaba a las inmediaciones del monasterio para sentirse más cerca de Ricardo y para tocar con sus dedos el muro que les separaba. Allí permanecía, inmóvil y oculta durante horas y horas. Los comentarios no se hicieron esperar y las infamias sobre encuentros fugaces de Ricardo y Ormesinda en lugares prohibidos de huerto cartujo comenzaron a proliferar.
Las noticias vuelan No tardaron tampoco aquellas habladurías en traspasar los muros del monasterio. Enterado el prior de Porta-Coeli, decidió no tomar medida alguna y optó por una discretísima vigilancia y observación de las actividades del joven y valioso fray Ricardo. Pero el rumor no menguaba; más bien al contrario.En los comentarios de las gentes comenzaron a aparecer detalles estremecedores sobre la forma en la cual Ormesinda penetraba en el interior de la cartuja. «A través del acueducto. No había», decían, «otra manera».
Y al menor descuido… Pero la falta, no ya de resultados visibles, sino de cualquier indicio que pudiera sustentar el chisme acabó por desvanecer la curiosidad, y una noche de plenilunio, especialmente clara, acordaron abandonar la observación. Justo en ese momento, a lo lejos, a la izquierda, en la embocadura del acueducto, apareció un reflejo blanco de una figura vacilante que acababa de encaramarse sobre el estrecho canal e iniciaba su arriesgadísima peripecia rumbo al interior del monasterio. Era Ormesinda, que tomaba por primera y última vez el camino que la propia maledicencia popular, sin saberlo, le había señalado. «El único modo era el acueducto».
Al poco, y culminada la proeza, la figura de la joven y su inconfundible silueta que la luna llena dibujaba con total claridad, desapareció de la vista de los abrumados espectadores del suceso. Lo que aconteció en el interior de la celda de los amantes pertenece al secreto de su intimidad. Ricardo, cuya celda recaía precisamente al último tramo del acueducto, había estado escuchando una suerte de pasos por el canal pero también extraños murmullos en el interior del monasterio. La sospecha dio paso a la emoción cuando vio, frente a su ventana, el rostro sonriente de la valerosa Ormesinda que, aterida por el frío pero temblando de gozo, había puesto su vida en peligro para poder consumar su deseo de siempre.
Pasadas unas horas, poco antes de la primera oración, Ormesinda salió de la celda para atravesar de nuevo el altísimo acueducto asumiendo, una vez más, el riesgo de resbalar sobre tan angosto paso, quemados los pies por el agua helada. Ricardo, observando desde la ventana de su celda siguió el trayecto petrificado por el espanto. De pronto, cuando la joven remataba por segunda vez su hazaña, el joven cartujo pudo ver con total precisión cómo una figura furtiva de aspecto difuso la atrapaba violentamente. Los gritos de Ormesinda rasgaron durante un segundo la calma de la Sierra Calderona.
Enloquecido, Ricardo quiso salir dispuesto a rescatarla, pero no le fue posible. Dos fornidos frailes y el mismísimo prior del monasterio que esperaban en la puerta de su celda se lo impidieron. En un santiamén, sin tiempo para reaccionar, fue atenazado y conducido por la fuerza a una de las celdas de castigo de Porta-Coeli.
Al día siguiente, unos jornaleros que se dirigían a Bétera, encontraron junto a un camino a la joven Ormesinda muerta. Nada en su aspecto denotaba violencia alguna. No parecía otra cosa sino que la joven se hubiera sentado en un lado del sendero y se hubiera dejado morir. Conocida toda la historia, de nuevo la maledicencia popular atribuyó a los monjes de la cartuja el envenenamiento de la joven, acaso para preservar el sagrado recinto de cualquier otra tentación similar.
Ricardo, que nunca llegó a conocer el trágico final de su amada, fue debilitándose confinado en una celda de castigo de altísimos y silenciosos muros a través de cuya reja únicamente recibía el consuelo de las misas que escuchaba. La melancolía pudo con su juventud y un día los cartujos lo encontraron muerto. Y ya no se sabe más.